martes, 26 de julio de 2016

Día Once: A por "El Destierro"

Me acabo de despertar de una siesta de las que hacen época. Llevo dos días de auténtico ciclismo y me hacía falta descansar. Duermo bien por las noches, pero el plus de llegar con tiempo para echar una cabezadita... Uff, qué bien.
Si ayer me sentía un auténtico caballero medieval, hoy ya ni te cuento. Atienza, con su imponente castillo en lo alto y sus 500 habitantes aproximadamente es lo más parecido a vivir un episodio de Juego de Tronos.

La verdad es que hoy, salvo que se me han roto las gafas de ciclista (me he quedado con una patilla en la mano, no me preguntes qué ha pasado porque no lo entiendo) no ha pasado nada destacable. He pasado varios pueblos con sus fuentes, sus lavaderos y sus viejecillos sentados al abrigo de una sombra, de esos que te miran como las vacas ven pasar un tren,  con cara de pasmo y alguna que otra expresión, tipo "A dónde irá éste"  o "Madre mía, los ciclistas están locos".
Pero yo no soy ciclista, así que no me doy por aludido.
La jornada, en cuanto a naturaleza pura y dura, ha sido espectacular. He visto un montón de ciervos (o gamos, no se seguro qué eran...  ¡Pero vamos, que perros no eran!) saltando entre los campos de trigo.  Águilas, conejos, buitres, algún que otro tractor,...  Sin soltar el curso de los ríos Dulce y Henares, subiendo todo el rato. Una zona preciosa, muy abandonada, pero preciosa.

Y ya estoy a 300km de terminar, después de 1000 (bueno, 995) en 11 días. Y no es que lo que queda sea llano, precisamente. Pero la etapa de hoy era dura por la cantidad de kilómetros.
(Ala, ahí está la parrafada referente al pedaleo.  Todos los ciclistas hacéis lo mismo. ¡Que yo no soy ciclista!).

Las calles empiezan a llenarse de la gente que viene, cómo no, de la piscina del pueblo, viejitos que salen cuando empieza a calmar el calor y algún que otro turista. Yo, entre mi acento y el color chocolate que tengo, doy el cante de una manera estrepitosa. Recorro estas calles por ver un poco el pueblo y por soltar piernas. Me está sentando muy bien dar pequeños paseos al terminar los días.
Carmelo, el dueño del hostal donde paro, es un fan del Camino del Cid. Me ha estado preguntando por el trayecto, que dice que en esta zona está un poco abandonado (y lleva razón). Barba blanca cidiana y ganas de contar anécdotas, pero está haciendo no se qué con unos tablones y una motosierra. Mejor lo dejo trabajar.
Me siento en la terraza de un bar de la plaza del pueblo (el bar no tiene nombre, pone BAR. Así me gusta, las cosas hay que llamarlas por su nombre):
- ¡Buenas! ¿Me pone usted un café solo?
- No, café no. Café no hay.
- Bueno, pues un tercio.
- No, tercio tampoco. Hay botellines o jarricas.
- Botellín no, que es muy pequeño...  ¿¿La jarra es muy grande??
- ¡Y qué más da, si te la vas a beber!
- También es verdad...  ¡Póngame una jarra de esas, pues!
Medio litro.
Dos euros.
El Destierro.
A tope.
Pues.

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